domingo, 29 de diciembre de 2013

puto fuego acuático

Escondido bajo una montaña descolorida por la humedad. Bajo un tapiz resquebrajado por el paso de los años que se astillaba el día 32 de cada mes. Jugando, cuidadosamente, con las moléculas de oxígeno restantes, haciéndolas volar, con las yemas de los dedos, deslizándose como ángeles desnudos sin nada que perder, con constelaciones de vida y ensoñación intacta. Soñando con que el cielo puede desvanecerse en cualquier instante. Soñando con que la tierra no es más que un cimiento descontrolado. Con que el sinfín de planetas que desvarían alrededor de nuestras cabezas no son más que figuras insensibles, de cuidada forma esférica, jamás turbada, pero vacuos e indefinidos. La perfección se pagaba cara en el siglo XVIII.

Salió, abrió la puerta y las cebras habían desaparecido. Cucarachas devoraban las paredes de granito descosido, deshaciéndose en halagos perturbados, bailando tan sumamente despacio que el universo parecía haberse detenido. Las agujas del reloj se peleaban con su destino intentando retroceder. Lo intentaban de veras. Joder, parecía que lo conseguían. Era algo impresionante. Me impresionó tanto estar allí que no creo haber despertado todavía. Pero las cebras no estaban, de eso estoy seguro. Y aunque me digan lo contrario, puedo establecer de forma inequívoca que el sol brillaba con tal fuerza que me derribó como una firme tabla de acero implacable ante mis movimientos. Me sentí impotente y abatido, pero, al mismo tiempo me grité a mi mismo lleno de satisfacción. "Si alguien debía derribarte, era el sol, maldito hijo de perra".

Moví ligeramente mi dedo índice. Muy ligeramente, apenas se apreció. Estoy seguro de que las cámaras no lo apreciaron. Allí seguía, postrado en un recién barnizado parqué de caoba que acababa de pedir a Ikea un par de meses antes. La madera estaba jodidamente fría. Vaya si lo estaba. Fría como el sol que atizaba sin compasión. Los párpados pesaban exactamente lo mismo que un barco de vela hecho del mejor cartón que podáis imaginar. Cartón. Cartón. Y se rompió. La caja estaba vacía. El sol había vencido.

"Algún día me levantaré, pero no hoy. Por algo he pagado este puto parqué".

sábado, 7 de diciembre de 2013

círculos purpúreos

Me prometiste que volar hasta la orilla sería un juego de niños. Que atravesar ese maravilloso océano, rebosante de experiencias inmateriales, colmaría la esfera de nuestra concepción. Prometiste sueños, soñaste con promesas y drogaste al universo con tu maldita sonrisa demoníaca por la que sin duda pagaría con mi alma cada día de mi vida. Mientras todos dormían, acariciaste mi pelo y me aseguraste que bajo ningún concepto dejarías que el sol se apresurase. Cada momento en su medida, cada marioneta en su caja de cartón. Sueños enlatados entre brisa y relámpagos. Una vez más, mentiste. Juro que mentiste. O eso creo.

Cuando mis ojos lograron despegarse del miedo, todos los elementos flotaban como el silencio en la oscuridad. Se palpaban. Eras tú. Rodeabas el planisferio como un fantasma decoroso pero indecente. Como un espectro incisivo pero no exento de timidez. Llamabas con insistencia, el sol comenzó a moverse de forma especial. El desconcierto se apoderó de mi salvación. Todo giraba como una peonza desbocada, sin meta pero con un camino prefijado, como cuando el color de tus ojos se desteñía con el sol, cuando se derretía mi ilusión con la aridez de tu lejanía. El látigo de tu desidia me golpeaba con violencia. No cumpliste tus promesas, no alcanzaste tu paraíso, y, lo más importante, habías dejado de bailar...

El sol comenzó a apagarse y su movimiento cesó levemente. Decidí esconderme bajo la enorme cantidad de sábanas que cubrían mi solitario sino. Sus rayos las atravesaron como balas rojizas cargadas de pólvora. Y se incrustaban en mi cuerpo, aguijones, mientras una libélula logró hacerse paso por la rendija de mi puerta  y se posó sobre el flexo que lunas antes había iluminado la tez desnuda de tu espalda somnolienta. Las lágrimas se deslizaban a través del respiradero. Respirando soledad. Y el último corte de aquel vinilo de Nina Simone exhalaba su último aullido. En la cocina. Rodeado de libélulas sin oxígeno ni abstracción.