jueves, 23 de enero de 2014

lágrimas caramelizadas

La silla chirriaba hasta tal punto que no podéis imaginároslo. Sin embargo allí estaba yo, balanceándome, sin trampas y realmente sin nada que a primera vista preocupase a un elefante. Pero estaba allí. El ligero movimiento de mi espalda hacía que las nubes se meciesen mutuamente en lo que suponía un acorde hacia la armonía definitiva. Es difícil describir algo tan abstracto como el amor, pero supongo que estaba allí. No hacía nada, simplemente estaba. Se introducía en el engranaje, lo engrasaba y, maldita sea, lo hacía funcionar. Era algo extraño. Extrañamente maravilloso.

El reloj, al otro lado de la habitación, movía sus agujas con su habitual prisa calmada, sin detenerse en ningún punto pero tomándose un respiro a cada segundo. Nuestras miradas se cruzaban como espadas en alto, sin perdón ni remordimiento. Los labios me sangraban hasta tal punto que el sabor de mi propia sangre comenzó a inundar la percepción de una realidad asombrosa. La batidora, posada sobre el mármol inerte como un asteroide inefable, goteaba un líquido rosáceo de olor descafeinado. Poco a poco, su densidad se reducía, y a medida que el antiguo manjar se disolvía la realidad ganaba puestos hacia lo más alto.

En el momento en que se rompió la primera pata de aquella silla apenas le di importancia. El equilibro seguía siendo posible, jodidamente posible. El balanceo era menos acentuado pero se disfrutaba más. Sonaba como un movimiento deslizante, sin aforismos, desnutrido pero a la vez ardiente, sin contemplaciones ni deseos incumplidos. Su magia se evaporaba como el deseo de verano de dos jóvenes enamorados, quizá en mayor grado, en el grado que describe a la naturaleza del ser humano, que enseña en realidad lo que está escondido debajo de la piel, lo que muestra la inocencia, el miedo, la soledad. La transparencia nunca fue buena amiga del amor. Nadie se lo explicaba pero su relación era un tormento de magnitudes desproporcionadas. Improvisación desmedida, cortinas corridas con la prisa de un amanecer descontrolado.

Las sábanas ardían y otra pata cedía ante la humedad del cesante invierno. Yo pensaba que podría alcanzar otra primavera pero no fui más que un puto gilipollas.