sábado, 8 de febrero de 2014

música de cristal

Aquí me tienes, de rodillas. La piel se derrite contra el cemento como jamás lo había hecho antes. No parece existir la piedad. ¿A quién le importa? Tarde o temprano volaremos en nubes de autoengaño de nuevo. Sólo es cuestión de tiempo, llegará. Volaste tan alto que dudo que pudiera haberte alcanzado. Soñé con romper los límites pero acabé roto yo mismo. Y mientras, esa botella seguía al borde de la mesa, a punto de caer, a escasos milímetros de deslizarse por el borde de nuestro acantilado y explotar en pequeñas moléculas de vidrio enloquecido y extremadamente punzante.

Lo bonito es detenerse en el camino, girarse un segundo y observar, aunque sólo sea por un instante de lívida moralidad, a esa realidad que te protege. Nunca me permitiste conocerte. Cada mañana, mientras ese viento gélido penetraba a través del frágil mármol de mi pared, me disolvía en mi interior entre impotencia y millones de tambores. Tú eras mi esperanza. Y te desvaneciste tan rápido que no soy capaz de sentirme en casa recordándote.

Mi estabilidad voló. Voló sin motivo, sin estaciones, sin putos cambios climáticos. Pero ya no está aquí. Siempre fue adicta a los vinilos de los Jefferson Airplane y nunca le hice caso. Quizá por eso ya no esté. Dudo que Grace Slick te vaya a hacer más feliz de lo que mi alma de estúpido arrogante podría haber ofrecido. A Jim Morrison le valió, pero ya no es lo que era.

Ahora toca bailar y drogarse con electricidad.