jueves, 29 de diciembre de 2016

terrores

- miedo -

Te tengo miedo,
un miedo inconfesable
a encontrarte de repente
al girar cualquier esquina
o alzar la cabeza
y quedarme mirándote 
a los ojos
sin saber qué decirte
y con la impresión de que, en cualquier momento,
vas a darme la espalda
y a seguir caminando en la otra dirección.

Te tengo miedo,
un miedo inconfesable
a verte sin pretenderlo
y salir corriendo
a esconderme detrás de cualquier pared
para evitar enfrentarme
al hecho de que no estoy 
preparado
para no decirte
que sigues siendo
tú.

Te tengo miedo,
un miedo inconfesable
a resultarte patético
a darte lástima
a que te replantees
por qué yo
si yo
no soy nada,
a que te des cuenta
de que no te pongo condiciones.

Y eso me aterra.
Más que tú.
Más que nada.

- sudor, del frío -

Me asusta estar solo
conmigo mismo
y no poder evitar
recrearme en todas las cosas
que querría evitar a toda costa
y revolcarme en ellas
como si me produjesen
algún tipo de placer
prohibido
o me diesen la vida
de algún modo secreto.

Me asusta profundamente
no querer olvidarte
y pienso en todo lo que ello
conlleva
y en lo que tú te esfuerzas 
por hacerlo
y en que tú eres tan fuerte
y yo tan débil
y en que no puedo seguir
dando tanta lástima.

Me asustan 
las dos caras de la misma hoja
huir de ti y permanecer
agarrarme al pasado y lanzarme
al futuro
imaginar que no estás
-aunque estés sin quererlo-
ni estarás, 
y hacer daño
a tanta gente, por hacerme daño
a mí mismo.

Me asusta estar tan asustado 
que necesito esconder 
la cabeza en tu pelo
y no sacarla nunca de ahí.

lunes, 26 de diciembre de 2016

pensar en ti

Pensar en ti es la peor de todas mis malas costumbres. Se suponía que debías ser un antídoto para la tristeza, pero hace tiempo que me has convertido en un completo alcohólico, o en un adicto a cualquier tipo de adicción capaz de destruirme. Créeme, soy consciente de que no debería pensar en ti, creo que ni para bien ni para mal, de ninguna de las maneras. Lo correcto habría sido eliminarte de mi memoria como un archivo dañado, ya sabes, como en Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Bueno, no sé si correcto es la palabra adecuada, o si la palabra conveniente encajaría mejor en este contexto. O sano. Alguna de ellas iría bien. Supongo.

Pienso en ti de forma circular. A veces te odio, tengo que confesártelo. Se me ocurren algunas cosas, vienen a mi mente como latigazos de luz, y quiero lanzarte lejos de mí, alejarte lo máximo posible de mi cabeza. Otras veces, en cambio, hago de todo menos odiarte. Odio que los demás pretendan que te odie. No lo consiento. Y que alguien, cualquiera, resalte una característica negativa de ti, solo provoca que yo recuerde, o imagine, o cree de la puta nada, ciento cincuenta motivos para no odiarte jamás. Pero acabo volviendo a odiarte. Y después, ya sabes, otra vez vuelvo a no querer hacerlo nunca. Bueno, creo que entiendes lo que significa que algo sea circular.

Últimamente pienso que eres capaz incluso de pensar por mí. Algunas de mis decisiones, de hecho, me parecen impropias de mí mismo. Joder, no las comprendo. Pero después me doy cuenta de que toda esa mierda no la he decidido yo. La has decidido tú por mí, como si pulsases algunas teclas en mi cerebro y lo dejases todo resuelto. Todo esto no es nuevo, y tengo que confesarte que solía ocurrirme teniéndote cara a cara, pero no puedo evitar que me resulte enormemente confuso que sigas escabulléndote entre mis neuronas sin siquiera tener ni idea de que lo estás haciendo. O quizá sí que lo sabes. La verdad es que no tengo ni idea.

La idea que siempre me aterroriza es la de que tú sí que me odies a mí. Que me odies realmente, de ese modo visceral en el que solo tú sabes odiarme y repudiarme. Me congela. Y, aunque a veces creo que esa idea también la has colocado tú cuidadosamente en mi cabeza, no puedo dejarla de lado, ni apoyarla y seguir caminando, ni hacer una sola puta cosa en general. Me produce un miedo surrealista el hecho de que lo más probable es que no vuelva a verte en muchísimo tiempo, o que quizá no vuelva a verte nunca. Muchas veces me siento decepcionado conmigo mismo por pensar en todas estas cosas, y me siento débil, y siento que soy alguien por quien no merece la pena luchar. Me siento un puto estúpido. Pero, pese a todo, lo que más me jode es que el motivo por el que más me sienta decepcionado conmigo mismo sea haber fracasado contigo. Supongo que fracasaré millones de veces más en mi vida -lo vengo haciendo todos los días de un tiempo a esta parte-, pero me cuesta creer que volveré a fracasar en algo en lo que me haya dejado tanta alma. Un alma que, por otra parte, no creo que me vayas a devolver.

Me cuesta demasiado asumir que nadie vaya a llegar a comprender nunca el hecho de que me haya quedado atascado aquí, como un enorme rinoceronte intentando salir por una alcantarilla. Y ya no sé qué decir, ni qué hacer, ni de dónde a dónde correr, ni cuánto saltar, ni cuánto bailar, ni cuánto olvidarme de que tengo que dejar de pensar en ti. Todo eso me hace sentir profundamente solo, de un modo totalmente irreparable. Y me aburro de mí mismo, con lo que no puedo culpar a nadie porque se aburra de mí pensando en ti, para bien o para mal, de cualquier forma. Últimamente me he convencido a mí mismo de que me he acomodado en esta sensación de asfixia a que la he convertido en mi hogar y de la que me quejo constantemente. He pensado que a lo mejor es que me encanta estar en ella. 

Pero lo cierto es que estoy siempre asustado. Y quiero huir. Y cuando me siento así siempre hago cosas estúpidas, como una gallina corriendo de un lado a otro con una bolsa en la cabeza. Lo sé porque ya me ha pasado otras veces. Ya he perdido la razón por ti. De todos modos, no me habría servido de nada tenerla. No, estoy seguro de que tener la razón habría sido totalmente inútil. Igual que pensar en ti. 

viernes, 2 de diciembre de 2016

en blanco y gris

- en guardia -

Se me encogen las pupilas,
en medio de la oscuridad
de buscar tu pelo
entre mis dedos.

La piel se me enciende
inundada de sal,
imberbe de recuerdos,
solitaria de ti.

Terminé de buscarte
al empezar a comprenderte,
al empezarme, empezarnos,
cerrándolo todo.

- insuficiente -

De los descansos
entre quererte y no poder más
solo quedan papeles y otras cosas
que nunca quisiste llevarte.

Me bajo entre barco y mar,
con la arena en la pared
de todas las memorias
que perdimos a la deriva.

Al verte y no pensarte,
imaginarte y olvidarte,
recuperarte perdiéndote,
todo cobra el menor de los sentidos.

- sin aire -

Y me pesa en las costillas,
como una herida abierta 
a pleno sol
en pleno invierno.

Me escondo tras de mí y apenas
entrecortándome al hablar
me evado de aceptarme
no siendo nadie.

Entre los lirios y otras flores
tras la cristalera,
colgados en la puerta 
siempre cerrada con alguien fuera.

Pasamos página hacia atrás
aun sabiendo,
dolidos,
que esa no es forma de leer ningún puto libro.

domingo, 27 de noviembre de 2016

de casa al avión, del avión a casa

Hace unos años me subí por primera vez a un avión. Considero que se trata de una actividad sobrevalorada, sobre todo cuando la has asumido como parte relativa de una rutina medianamente regular. Pero la verdad es que iniciarse en el mundo del vuelo es todo un acontecimiento en la vida de cualquiera. Yo, por lo menos, lo viví a flor de piel. Guardo cada detalle con sumo cariño en las paredes de mi memoria. Recuerdo que me cachearon tras pasar sin éxito el control de seguridad, y lo más probable es que el guardia en cuestión se asustase al verme tan visiblemente emocionado por estar allí en aquel momento. Salí de la fila exclamando: "¡Me han cacheado!", como si realmente fuese estúpido y no solo pretendiese serlo constantemente.

Lo demás fue todo bastante más digno, entre las largas esperas del puto embarque, las luces parpadeantes del interior del avión al despegar y las nubes revistiendo las alas de aquel monstruoso aparato, como si se las estuviesen poniendo de pantalones. Creo que aquel fue el único viaje en avión de mi vida en el que no me he quedado dormido, pero tenéis que disculparme: nunca había visto las cosas desde tan arriba, aquello era sencillamente acojonante. Durante las ¿dos horas y media? que duró aquel viaje pensé en un millón de cosas, entre las cuales probablemente estuviesen chorradas como lo difícil que me resultaba diferenciar a las personas de los coches llegados a cierta altura, o qué pasaría si rompiese la doble ventanilla y me tirase encima de las nubes. Había leído por ahí que una nube cargada de lluvia pesaba algo así como muchísimas toneladas, así que lo más seguro es que pudiese sujetarme, ¿no?

Sin embargo, el pensamiento que más me martilleó durante todo el trayecto fue el siguiente: OJALÁ ESTAR AHORA MISMO CON LA PERSONA QUE QUIERO. OJALÁ VIAJAR CON ELLA A TODAS LAS PARTES DEL MUNDO UTILIZANDO ESTAS MÁQUINAS TAN ESPLÉNDIDAS. 

Años más tarde, sigue pareciéndome bonita la idea de subirse a un avión con alguien a quien quieres, yo que sé, para descubrir nuevas cosas juntos, lo cual pienso que es la base sólida sobre la que se construye cualquier vínculo que no se vaya a romper más rápido que una botella de vino en el borde de una repisa. Realmente, analizándolo con perspectiva, mi pensamiento martilleante responde a un ideal romántico puro, aunque en cierto modo occidentalizado y superfluo. El tema de sacarse fotos en los Campos Elíseos, Central Park, Picadilly Circus y El Coliseo y hacer un collage es tierno y demás, pero lo cierto es que no tiene nada que ver con el amor.

Supongo que a todos nos pasa lo mismo en estos casos, ya sabes, que sublevamos algunas ideas y acabamos pegándonos una buena ración de hostias cuando vemos que todo aquello que creíamos que iba a ocurrir, como si la vida se tratase de una jodida novela de Nicholas Sparks, no ocurre. Ni siquiera está lejos de ocurrir, joder. Si ocurriese, dejaría de interesarnos una mierda. Esas cosas se nos pasan por la cabeza porque son imposibles y porque somos unos cursis, pero la verdad, la pura verdad, es que el hecho de imaginarme que una nube se pone unos pantalones probablemente diga mucho más de mí y de mi personalidad que el tema de QUIERO VIAJAR CONTIGO HASTA LOS CONFINES DEL MUNDO.

Si analizo todos los viajes que he hecho de acá para allá, debido a motivos varios y siempre, SIEMPRE pensando en si las nubes me sujetarían si me lanzo sobre ellas, me he dado cuenta de que vivo más el romanticismo cuando la persona a la que quiero no se sube conmigo al puto avión, sino que me espera al otro lado. Algunos de los momentos más románticos de mi vida, en el sentido más limpio y franco de la palabra, los he vivido instantes antes de subirme o bajarme de un avión, pero nunca montado en él. Supongo que llevarse el amor a cuestas alrededor del planeta no está mal, e incluso creo -o sigo creyendo, aunque no lo parezca- que es algo bonito, en cierta medida, además de profundamente constructivo. Pero cuando piensas en algo romántico no esperas que sea CONSTRUCTIVO. 

Esta no me la quitáis de la cabeza: los aviones se vuelven preciosos -no estéticamente, que son feos de cojones- cuando te llevan a casa. Aunque subirse a las nubes con el amor en el regazo es, en cierta medida, bello, nada tiene que hacer contra encontrárselo, tras las escaleras mecánicas, con una de esas miradas que hablan y dicen cosas como que, más adelante, quizá voléis a todas las partes del mundo, o que quizá no vayáis a ninguna parte. Porque la verdad es que, en ese preciso instante, nada importa en absoluto.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

prolegómenos

Toda la belleza que recuerdo está en tu espalda. Belleza en su sentido más estricto, más sensual o más natural. En el rectángulo en el que tu vestido negro dejaba de existir se contenían mis suspiros y el anhelo de cada noche bajo mis propias sábanas. Aquella tela, que parecía porcelana decidida a fundirse con tu piel, se desvanecía llegado cierto punto para dar paso a tu textura, entre el terciopelo y el frío acero, a medio camino entre la suavidad del ligero vello rubio que te cubría casi por completo y la ternura de todo tu cuerpo, que se estremecía de forma constante, lleno de vida y entrelazado con mi aliento.

La belleza de tu espalda aquella noche estaba exenta de miedo, y realmente daba igual lo que hicieses, no importaba. Bien podrías haber permanecido inmóvil durante horas, que mi mente habría seguido imaginándote moviéndote despacio, con elegancia y sin exuberancias, del modo en el que solo tú te desplazabas por la vida, sabiéndote vencedora de todos los duelos que te quedaban por disputar. No diría que lo que hacías fuese exactamente bailar, pero lo que sí te puedo asegurar es que muchos bailes quedarían rebajados al ridículo comparándose con el modo en que tus clavículas se encogían por el frío, que a su vez te erizaba casi por completo.

Creo que quizá por culpa de tu espalda me resistí muchas veces a mis propias mordazas, las mismas de las que sabía que no sería capaz de escapar por mucho que lo intentase. Hubo alguna mañana en la que me desperté helado, con la sensación de que el calor gélido de tu espalda al descubierto del mes de enero habría desaparecido. Lo más probable es que, de hecho, lo hubiese hecho. Tu imagen airada, sin embargo, permanecía colgada en las paredes de mi memoria, con una actitud desafiante, observándome con condescendencia.

A menudo supimos que entre nosotros ya no quedaba belleza, y aún intentamos luchar contra nuestros propios instintos refugiándonos en sentimientos de otro tiempo y otro espacio, en figuras del pasado y sollozos de un presente nunca más pretérito. Solíamos derramar lágrimas buscando inundarnos de algo que nos despertase y luchábamos con un ansia inaudita por reavivar el fuego de alguna ceniza chispeante.

Se me dio fatal observarte después de ver a tu espalda encandilándome bajo algún cuarto menguante. A ti se te dio fatal asumirme como un nómada siempre sedentario de ti. A ninguno de los dos se nos dio bien aprender a ser nosotros sin miedo a no serlo tanto como hubiésemos querido. Lo que peor se nos dio, sin embargo, fue darnos cuenta. Mientras nos esforzábamos por evitarnos al doblar cada esquina, hubo billones de relojes decididos a malgastarnos con sorna, alejándonos cada noche de forma cruel y paralela, para evitar que nos cruzásemos pese a caminar en la misma dirección.

Ya no quedan vestidos negros tan cargados de luz.

domingo, 12 de junio de 2016

diciembre

Aquella noche nos acostamos el uno frente al otro con un palmo entre los dos. Tú juntabas tus dos manos, entrelazando los dedos índice y corazón de la derecha con los de la izquierda y reposando tus mejillas sobre ellas. No había más, todo estaba allí; tus mejillas, tus manos y la almohada, algo húmeda por el calor de tu piel sobre la tela en contraste con el frío de diciembre. Te mantenías callada, claro, con tus ojos color césped clavados en los míos esperando que mostrase mis cartas.

Las sábanas te cubrían hasta prácticamente el hombro, y la sensación que me producías era la de querer cubrirte casi por completo, como queriendo huir de mí y de nosotros, de todo aquello que se nos venía encima y que nunca habíamos querido soportar. Tu mirada me suplicaba pero también mostraba recelo. El recelo habitual, el recelo a sufrir y el recelo a depender. A mí siempre me costó mantener tu mirada a un palmo de distancia. Se me clavaba en el estómago, como una aguja imperceptible que comenzaba a rajarme por dentro sin siquiera querer hacerlo.

A los pies de la cama no había movimiento. Permanecíamos inmóviles, sin mediar palabra, con la luz parpadeante pero cálida de una bombilla que colgaba del techo a través de un cable en carne viva. Tú seguías mirándome y yo seguía evitando tu mirada, observando la pared tras tu pelo enmarañado, tu pelo que lo cubría todo como un océano de fuego en primavera.

Nunca supe qué decirte cuando las cosas se volvían grises y se me acababan los lápices de colores. Quizá por eso sabía que en el momento en que, carraspeo mediante, abriese la boca, todo se vendría abajo, como si fuésemos un iceberg en medio del desierto. A mi primera palabra frunciste el ceño, consciente de que mi miedo a que aquello que estaba a punto de decirte no fuese a gustarte. A la segunda, moviste tu brazo derecho y agarraste las sábanas, subiéndolas desde la parte inferior de tu hombro hasta casi la altura de tu nariz, desviando al mismo tiempo la mirada hacia ellas. En ese momento ya había vuelto a decepcionarte. En ese momento ya había perdido.

Después de escucharme hablar moviendo los ojos en señal de negación, levantaste la mirada y volviste a fijar tus ojos sobre los míos, diciéndome con ellos que tenía que haberme callado. Las cosas quizá habrían sido posibles si me hubiese callado. Pero no soportabas que me pasase la vida replanteándomelo todo. Eso te hacía sentir insuficiente y tú sabías que eras más que suficiente. Y ante la duda siempre negabas.

Amabas con palabras pero odiabas con tu cuerpo. Aquella noche, manteniendo el palmo de distancia entre nosotros, te volviste sobre ti misma y soltaste tu mano de las sábanas, que se desplegaron al instante arrugadas como la piel mojada, llevándola hacia el interruptor y apagando la luz. Apagándolo todo.

sábado, 11 de junio de 2016

memorística

Dibujar un hogar es tarea de matemáticas y corazón. Matemáticas por aquello de que los ángulos y las perspectivas terminan por sobrepasar nuestro feble intelecto y corazón porque eso es lo que es un hogar: puro corazón. 

Como ocurre en el aparatoso inicio de cada proceso, nuestros primeros trazos al construir nuestro hogar son abruptos, casi como brochazos de inconsciencia frente a una pared que está en blanco. Sólo somos nosotros y la nada, no existe precedente sobre el que construir ni plantilla en la que apoyarnos. Es quizá por eso que nuestra consciencia nos libera de todo prejuicio y nos deja crear con total libertad. Dibujamos y dibujamos, utilizando a veces las manos e incluso los pies, sabiendo con certeza que aquello que construimos no es otra cosa que el primer esbozo de lo que somos o seremos nosotros mismos. Nuestro hogar es nuestro retrato cuando quiénes somos no implica algo más allá de dónde estamos. 

A menudo combinamos colores con fiereza, como si nuestro lienzo increpase nuestra falta de creatividad. Con el tiempo, el exceso acaba por abrumarnos y, acongojados, tomamos el lápiz para comenzar a perfilar el dibujo de nuestro hogar, antes de tomar consciencia de que ningún lápiz puede domar todo el color de nuestro pasado. De que las matemáticas no pueden perfilar las decisiones de nuestro corazón. Y abandonamos nuestro hogar. Lo hacemos porque consideramos que es banal, insuficiente, inconexo. Llegamos, incluso, a convencernos de que esa concatenación de colores arbitrarios que se presenta ante nosotros no es nuestro hogar. De que nunca lo ha sido. Y cerramos la puerta.

Dibujar un hogar es tarea de matemáticas y corazón, y es por ello que cuando rechazamos al corazón resulta imposible obtener un hogar de nuestro lienzo. El trazo del lápiz es limpio y preciso, y a pesar de ser capaces de construir elevadas estructuras de mármol y yeso con nuestros dedos, lo que nuestra mente nos repite de forma constante es que no hay colores como los del hogar. No hay colores como los que dibuja el corazón. La memoria, en su ambigüedad tan cruel como certera, entra en juego para dar, a través de nuestra imaginación, una forma idílica al más absoluto caos. Cada color, en ese momento, pasa a tener su significado, y pensamos lo idiotas que fuimos el día que decidimos que nuestro hogar en realidad no era nuestro hogar. Y pensamos, y seguimos pensando en lo estúpido que resulta todo y las ganas que tenemos de volver a casa. Y volvemos.

Pero cuando volvemos nada es como lo recordábamos. Vuelve el caos y vuelve la decepción ante nuestra obra inicial, nuestro hogar y nuestro corazón. Echamos de menos los lápices, la sofisticación y las matemáticas porque la vida a través de la pasión acaba por convertir a la pasión en un elemento sin valor. Y no podemos permitirnos eso. No, nosotros, seres apasionados, no podemos hacerlo. Existe un momento de lucidez ligeramente previo al instante en que abandonamos nuestro hogar por segunda vez en el que lo contemplamos, libres de nosotros mismos, y podemos ver en él todo lo que somos y hemos sido, pero difícilmente lo que queremos llegar a ser. Cosas de los ángulos y las perspectivas.

Dibujar un hogar es tarea de matemáticas y corazón y, después del vaivén revelador entre una y otro terminamos, siempre a destiempo, dándonos cuenta de que son incompatibles. Nos damos cuenta de que nuestro primer lienzo jamás será nuestro hogar. Porque nuestro corazón odia las matemáticas. Y las matemáticas... odian a nuestro corazón.

viernes, 27 de mayo de 2016

muescas

- háblame -

El miedo a perder,
y el miedo a perderte
después, casi al instante
de haberte encontrado.

- piérdeme -

Y tú, a océanos,
dunas llenas de distancia,
rompiéndome, quebrándome,
sin apenas ser verbo probable.

- mírame -

Tus ojos de césped,
me piden,
¡me ruegan!,
"no corras más sin mí".

- rózame -

Entre bastidores
el océano comenzaba a inundarnos,
y era inevitable
desear ahogarme a tu lado.

- olvídame -

Lo peor de los recuerdos
es cuando no son sólo imágenes.
Maldigo tus huellas
impermeables a las mareas.

martes, 8 de marzo de 2016

el espejo

Cada noche, al apagar las luces, solía mirarme al espejo con la intención de encontrarme, mirándome, al otro lado. Supongo que mi objetivo era reafirmarme, tomar consciencia de mí mismo y, ante todo, no olvidar mi vínculo físico con la realidad. Mi espejo era algo así como una suerte de diario audiovisual de mi rutina. Un recibo empapado de mis días gastados, un reflejo distorsionado de lo que era y, noche tras noche, iba dejando de ser.

En ciertos momentos llegué a tener escarceos divagantes con el pasado a través del espejo, vacaciones memorísticas que frecuentaban el sabor del metal afilado perforando mi pecho. Prácticamente cualquier excusa llegó a valerme para escaparme de su mano de humo y pasar noches de frío y lluvia sentado en su portal. Llegué a echarle la culpa a mi espejo por lanzarme hacia atrás sin remordimientos, como si el presente nunca llegase a ser suficiente para él.

Mis bailes con mi reflejo eran inestables, alternando con irregular elegancia la calma con la tempestad, conscientes ambos de que aquello de mi mirada posada en su cristal era algo temporal. Más pronto que tarde pero sin prisa acabó por llegar la tarde en la que mi espejo no pudo sostenerme por más tiempo. Al girarme y posar mis ojos sobre mí mismo, inmediatamente una marea de flashes invadió el rectángulo, retrocediéndome en mi propio tiempo y colocando mi mente del presente en mi cuerpo del pasado.

A mi lado estabas tú y, aunque mi cuerpo parecía comprenderte, lo cierto es que me sumí en un estado de incerteza profundo y aletargado que acabó por desdibujarte, por difuminar tu cara a lo largo y ancho de toda la habitación. Cuando giré mi cabeza imberbe de nuevo hacia el cristal, algo así como suplicándole una explicación, éste no pudo resistirlo más y terminó por quebrarse en diminutos pedazos, al mismo tiempo que el suelo y las paredes que me rodeaban se convertían en polvo y la gravedad se disipaba negándose a saber nada de mí.

Lo que vino después resultó inexplicable y delirante a partes iguales, algo así como un cóctel de cristales flotantes y de polvo a mi alrededor, con tu expresión de incredulidad fundiéndose a negro en el más caprichoso de los horizontes. En cada pequeño fragmento de espejo vagaba un solitario rincón de mi memoria. Parques, dedos, lágrimas, besos, sábanas, gasolina, papel, pestañas, caricias y más lágrimas habitaban el entorno de mi contrato con mi pasado.

Siete horas y mil batallas tardó mi espejo en desvanecerse entre el polvo y en expulsarme de él como un cañón despidiendo la guerra. Cuando volví a tocar el suelo con mi espalda, el cristal estaba intacto, de ti no había ni rastro y había regresado al presente. En ese preciso instante, sin tiempo al vago parpadeo, el cristal se volvió blanco y comenzó a gritarme cosas sobre el futuro.

viernes, 26 de febrero de 2016

los clavos

Hay pocas tardes de otoño con final feliz para las hojas más secas del parque. Mis pies sumaban más de mil noches tapizadas de ocre, cuarenta días al desvelo del suave mecer de los árboles carentes de piedad. Bailando con las hojas, quienes encontraban en su descenso a la grava un camino hacia la desintegración, terminé por precipitarme dentro de aquel cubículo de arena apenas espacioso y exento de luz.

Sin saber cómo, juraría que fui yo mismo quien construyó un fuerte de madera sobre él, a modo de ataúd en funciones, clavándome en la tierra desde fuera, haciendo imposible la huida e impidiendo la entrada de la lluvia, los besos y el aroma a árbol seco. Mis manos acabaron el proceso absolutamente destrozadas, agrietadas por el paso del tiempo y las astillas entre los dedos. Las noches, pese a todo, no dejaron de ser frías, ya que la madera recogía el hielo y lo disparaba hacia mí con una violencia inusitada.

Pasé siglos y lunas de más cobijado bajo la madera renqueante, sujeta por cuatro clavos de gran espesor que se introducían en la tierra con el ansia triste del óxido empapado. Las hojas, supongo, siguieron revoloteando un tiempo sobre mi tumba artificiosa, las mismas hojas con las que otrora habían deleitado sus amaneceres mis mejillas, las mismas que habían recorrido mi cintura en ambas direcciones y acariciado mis labios jugando con el tiempo.

Sólo cuatro clavos me salvaron de la inestable tempestad de mi vida pasada, escondiéndome bajo pequeños brotes de enredadera que fueron rodeando mi cuerpo lenta pero firmemente. Llegado el momento, la luz desapareció y el sonido de las hojas chocando contra la madera en mi búsqueda se disipó. El verde cubrió mis ojos y atascó mi pecho, sumiéndome en un estado de volatilidad que habría resultado sorprendente de no encontrarme dentro de una caja de madera.

Sin ser yo apenas, sin sentir el pálpito de mis pulgares en busca de tu pelo ni de la corteza fría de los árboles, fui olvidándome del terciopelo entre los ríos y las montañas. Mi mente eliminó por completo tu mirada de ave herido, asumiéndola como parte de los clavos que continuaban sepultándome en un pretendido acto de salvación que no tardó en traducirse en condena con visos de perpetuidad. 

Cuando los clavos se derritieron, víctimas de la luz, la firme planta que amenazaba con provocar mi asfixia salió despedida con el miedo dibujado en su mirada, como si el brillante resplandor la horripilase, acostumbrada a la oscuridad de la madera húmeda y al calor de mi cuerpo casi inerte. Abrir los ojos fue difícil tras la muerte y la resurrección de mi consciencia. El primer contacto de mis pupilas con la realidad encontró volando en círculos formados por el viento a los cuatro clavos, desfigurándose como, otoños atrás, lo habían hecho las hojas secas. El aire se hizo óxido y, pese a la madera derruida sobre mi pecho, volví a respirar.

martes, 23 de febrero de 2016

despedidas

Cuando me desperté no recordaba nada. Mi cara estaba pegada al suelo de azulejo y mi boca totalmente seca, ansiosa por bañarse en recuerdos. Mis piernas, todavía entumecidas, tardaron unos minutos en responder a mis súplicas, pero terminaron por despegarse de aquel frío soporte y alzarse en sinónimo de protesta. Estaba encerrado en un pequeño habitáculo de paredes grises y frente a una puerta llena de garabatos que no había visto nunca antes en mi vida.

Sabiendo a la perfección que en aquel momento no tenía ni idea de lo que tenía que hacer, la abrí y descubrí ante mí un largo pasillo con una decoración austera y desangelada que me transmitía la sensación de encontrarme en un lugar abandonado y ajeno a toda señal de vida humana. Sin pensarlo - quizá había olvidado también cómo hacerlo - comencé a correr a través de él, llegando a unas escaleras de caracol hechas de madera sin barnizar que chirriaban desesperadas a mi paso. 

Tras atravesar las escaleras y un enorme hall de época, mis piernas, ya recuperadas, lograron llevarme al exterior de un edificio que se alzaba ante mí con gesto titánico, cerca de gritarme lo estúpido e insignificante que era. Sus paredes exteriores eran de piedra ennegrecida, y en su torre principal se exhibía un enorme reloj de metal que señalaba todas y ninguna hora al mismo tiempo.

Ignorando los alaridos de mármol que llegaban a mis espaldas, mis piernas decidieron volver a emprender su carrera a través del césped, a través de los parques, también a través de calles y calles vacías de recuerdos y de oxígeno. Todos los edificios que me rodeaban eran exactamente iguales excepto aquella enorme construcción que me había escupido minutos antes. Ninguno de ellos superaba los dos pisos y todos estaban coloreados de un gris insoportable, un tono apagado que, de no ser por mis incansables piernas, habría acabado con mi ánimo de huida.

Llegado a un cruce de caminos, me encontré con la difícil tarea de asumir mi absoluta perdición. Sin embargo, mis animosas extremidades inferiores diferían por completo con mi pesimista visión de la realidad. Ignorándome igual que lo habían hecho con el enorme edificio de mármol y pasillos degradados, mis piernas siguieron deslizándose entre los bares derruidos y los hospitales sin memoria. 

Cuando empezaba a entender que quizá ellas supiesen algo más de mi destino que yo, decidieron detenerse. Para aquel entonces había decidido cerrar los ojos y disfrutar de la brisa que la velocidad de mi carrera me regalaba, y cuando, al detenerse ésta, decidí abrirlos, observé frente a mí una enorme explanada de colores infinitamente variados y vivos, como si una explosión de vida estuviese teniendo lugar delante de ellos.

Exactamente en medio de toda esa vorágine de sensaciones se formaba una especie de remolino de viento suave que giraba, de forma lenta pero constante, sobre sí mismo, guardándote en su interior. Tú, ataviada con un vestido blanco de flores verdes, te movías de lado a lado con los ojos cerrados, sabiéndome espectador pero guardando las distancias. Pedí y rogué a mis piernas que corriesen. Que volasen unos metros más. Entre mis súplicas y tu baile terminé por comprender que la decisión ya estaba tomada. Mis piernas habían llegado hasta donde habían podido y su misión había terminado.

Tú también lo sabías. Se podía ver en tu sonrisa, esbozada únicamente hacia el lado derecho de tu cara, arrugando ligeramente la piel lisa de tu mejilla. Mis piernas cedieron en aquel instante y me derrumbé sobre mis rodillas, difícilmente consciente de aquello que ocurría ante mí. Como si fuese una consecuencia directa del beso entre mis rodillas y el suelo, el remolino comenzó lentamente a desvanecerse, llevándote con él.

Todavía te dio tiempo, sin embargo, a abrir los ojos y dedicarme una última mirada verde de almohada, un regalo perenne que aderezase la más poética de las despedidas. Sin tiempo a que desaparecieses por completo, me desplomé inconsciente sobre la hierba. Cuando desperté, con la cara pegada al suelo, ya no estabas allí.

martes, 16 de febrero de 2016

espirales

A mis pies siempre le gustaron deambular por la ciudad de noche, al cobijo de las farolas de luz anaranjada y parpadeante. Para ellos era como un desfile por carreteras de neón sin la necesidad de fijarse ningún tipo de destino. De todos sus escarceos por la soledad de la piedra mojada y sin reflejos os relataré con detalle el del día en el que el viento se hizo seda y las escaleras un torbellino inapelable de emociones.

Entre todos los caminos seguidos, entre los parques y los andenes, se encontraba una pequeña plaza rematada con unos enormes escalones que parecían subir al siguiente piso de la realidad y adornada por la guitarra irreverente de cualquier persona vagabunda de sueños y compañía. La plaza estaba rodeada en su totalidad por inmensos edificios de piedra que la convertían en una suerte de oasis entre las almenas. A lo largo de una de sus cuatro paredes se extendía al completo una especie de banco de piedra sobre el cual solía reposar, con la cabeza vacía de esperanza y algo de Ella Fitzgerald en los oídos. 

Ante mí se desplegaba un fenómeno maravilloso bajo el manto de estrellas escondidas tras la mundana humareda, algo así como una sucesión constante de círculos de piedra que acababan por confundirse entre sí en el pretendido ascenso hacia una plataforma definitiva sobre la que solían posarse pájaros de todo tipo, algunos de ellos de paso y pocos para quedarse. 

Con la noche cernida sobre la piedra y habiéndose disipado las nubes, fue una noche la que transformó el voleteo de las aves de paso en la danza de un ser extraordinario. Terminaba Summertime y comenzaba a llover sobre las farolas cuando comenzó la metamorfosis, momento en el que mi mirada, carente de música, se alzó a través del agua para comprobar como aquel pequeño animal se convertía en una mujer apenas vestida con una blusa blanca y una falda que casi cubría sus pies coloreada con flores verdes, rojas, grises y de otros tonos que no conseguí reconocer. 

Fitzgerald cambió de tercio y entonó Dream a little dream of me, mientras mis pies ejercían su pasión por el paseo gratuito sobre la piedra. Aupándome sobre la varanda de metal, logré sostenerme sobre el primero de todos aquellos círculos concéntricos que guiaban de modo laberíntico mi camino hacia aquel ser inesperado, aquella maga que movía su cuerpo como si fuese una serpiente mientras su falda giraba alrededor de ella, atizada por el viento que empezaba a derribar las almenas como si fuesen de papel.

Apenas superaba un círculo de piedra, el anterior acababa por desprenderse y precipitarse, y mis manos entumecidas retenían la sangre que, de no ser por el frío que me rodeaba, comenzaría a brotar de inmediato de los numerosos cortes que me producía el enorme esfuerzo de agarrarme a la piedra restante. Ella, sin embargo, seguía moviéndose como si todo aquello no le afectase, ajena y armoniosa, llegando incluso a descubrirse un destello de luz sobre su rostro.

Aguanté el tirón de los círculos concéntricos y llegué finalmente al pie de su plataforma, que había comenzado a girar sobre sí misma como si fuese ajena a todo aquel océano de piedra derruida bajo mis pies. Al intentar subirme a ella, los últimos restos de la última almena se desprendieron y con ellos me desvanecí, arrancando por casualidad una flor de su falda en movimiento. Flor en mano caí de espaldas, observando las rocas de mi alrededor y viendo como ella, firme sobre su plataforma, levitaba en su baile hacia la lejanía.

El pájaro voló y aquel día la piedra estuvo más seca que nunca.

sábado, 6 de febrero de 2016

¡madison!

Cuando entré en el parque no había luz. No era de noche, pero el cielo estaba cubierto por un gris color granito, digno de la pesadez mineral del material de la soledad. La hierba y los colores eran escasos y los árboles sostenían sobre sus maltrechas ramas el peso de un otoño duro y el recuerdo de un pasado mejor. Mis primeros pasos fueron ingrávidos, como los de aquel que camina hacia ninguna parte, aquel que se alza sobre el suelo y brama al horizonte que quizá su destino se haya escrito a sus espaldas.

Avanzar por el frío parque no era fácil. Cuando el viento soplaba, levantando el polvo del suelo bañado en mármol, significaba que las nubes habían emprendido su marcha hacia mi pelo, con su tradicional rumbo irrevocable. Las primeras lluvias fueron duras, quizá por mi desnudez, quizá por lo resbaladizo del mármol empapado. Para cuando había aprendido, inmerso en mi vehemente obcecación, a deslizarme sobre el panel de agua que se extendía bajo mis pies descalzos, la puta lluvia dejó de caer.

La resaca de las nubes no fue fácil. Tras su partida, las mañanas fueron especialmente gélidas por su penetrante y seca velocidad de avance. Los bailes se reducían, al sentir mis piernas una especie extraña de nostalgia por el agua descendiendo por su vello, cada vez más escaso y comprometido con la causa. Los árboles eran casi blancos por completo cuando el parque comenzó a ver el sol reflejado en mis pupilas.

La primera flor parecía triste. Solía gustarme colocarla entre mis dedos índice y corazón y susurrarle que no tuviese miedo pues, al fin y al cabo, lo más probable era que el mármol pronto le regalase nuevas compañeras de viaje. No podía ser de otro modo, ya que el invierno había sido húmedo y la luz del cielo comenzaba a hacer su función pétalo a pétalo.

A medida que las pecas crecían, el parque se coloreaba como un cuadro de Pollock, lleno de estampados arbitrarios y de sueños por cumplir. Mi piel desnuda, desnutrida por un invierno hostil, comenzaba a cambiar de color como un semáforo enfurecido, permitiéndome gritar ¡madison! al unísono con las valerosas hijas del mármol. La brisa de aquella primavera era un poema de Whitman, un solo de Miles Davis, un saludo de Audrey Hepburn por la mañana.

El calor llegó con la consolidación del verde, a medida que el mármol se desvanecía y los árboles se incorporaban a la danza atizados por su instinto bailarín. Los pájaros formaban un tornado de armonía y me gritaban ¡madison! mientras yo chasqueaba los dedos, con la espalda agachada y los ojos cerrados. La luz, para aquel entonces, había dejado de ser una cuestión puramente visual. Podía sentirla, al igual que podía sentir el madison bajo mis pies.

Cuando las hojas volvieron a desprenderse de los árboles y a desvanecerse dejando de nuevo paso al mármol, cuando los pájaros se alzaron hacia el cielo siendo pronto sustituidos por mis sueños de algodón, nadie se atrevió a decir que había llegado el puto otoño. No hay lugar para el frío en el corazón que guarda el recuerdo de un baile en el parque. No hay lugar para el invierno en el alma que vive en primavera.

domingo, 24 de enero de 2016

satén y violines

Al principio no veía nada. Era como si me hubiese quedado dormido por sorpresa, como si el sueño se hubiese abalanzado sobre mis ojos de forma repentina. Estaba todo bastante oscuro y mi mente viajaba de una parte a otra, algo así como tropezando con cada pared sin saber ni querer encontrar la salida. Las cosas empezaron a ir más rápido de forma progresiva. Al final la velocidad se apoderó de mí. La oscuridad se había convertido en una fila de colores que avanzaban hacia mí y se desvanecían antes de que pudiese palparlos. Aquel proceso duró apenas medio segundo pero no puedo asegurar que a través de él no se perdiesen un par de horas.

Cuando volví a ver ya no había nada susceptible de ser visto. Me encontraba sentado en una silla de madera sin reposabrazos, con lo que inmediatamente mis extremidades se desplomaron sobre mi cuerpo haciéndome despertar. Pese a que nada me ataba a aquella silla, me resultaba verdaderamente difícil moverme. Para que lo entendáis, me recorría una constante sensación de congelación corporal, algo así como si el tiempo estuviese detenido pero mi mente siguiese funcionando como un reloj. Bajo mis pies había adoquines, muchos y perfectamente alineados, y a mi alrededor un único muro en forma circular que me rodeaba. No había techo y el cielo era azul como los putos ojos de Paul Newman. Era tan azul que si no hubiese sido por la ligera brisa que comencé a sentir en mis mejillas, todavía inmóviles, habría pensado que se trataba de otra pared pintada.

Enfrente de mí había sólo otra silla de madera. Una silla vacía y perfectamente alineada con la mía, de forma en que, desde mi perspectiva, las patas traseras se empequeñecían y sólo parecían una sombra de las delanteras. En ese momento volvió la oscuridad y el tiempo volvió a moverse mucho más rápido. Probablemente mi estadía en aquel círculo de piedra durase alrededor de un par de horas, aunque fuera de mi mente es probable que ni apenas medio segundo se moviese en el cronómetro de la realidad.

Cuando volví a despertarme el tiempo volvió a detenerse. En ese momento me encontraba recostado sobre una cama pequeña, con mis rodillas dobladas y mi cabeza apoyada sobre la palma de mi mano derecha. Las sábanas eran de satén azul, más o menos del color del cielo anterior, y las paredes de una blancura pulcra como la de un folio en blanco. Lo único que permanecía era la silla de madera. Sobre ella estabas tú, moviéndote especialmente despacio, como si el universo no tuviese prisa por dejar de contemplarte. Al parecer yo tampoco la tenía.

Te desplazabas a un ritmo tan reducido que me resultó fácil observar con detenimiento tu tez pálida y tu pelo desordenado, negro como el carbón. Tus ojos verdes estaban rodeados por un círculo de fuego azul y tus manos parecían suaves pero firmes. Te sentabas por encima de tu pie derecho y vestías una enorme blusa negra a juego con tu pelo. Recuerdo tu mirada perdida con nitidez, el carraspeo de tus labios y el movimiento circular de tu nervioso pie izquierdo, que parecía haber tomado la decisión de independizarse de tu propio cuerpo. Despacio, recogiste tu pelo por detrás de tu oreja izquierda y colocaste sobre tu hombro desnudo un viejo violín con nuevas cuerdas. Cuando empezaste a tocar aquello desapareció.

Sin imágenes, sólo me quedó el sonido de tu violín. Tocabas cada vez más rápido, con una maestría digna del puto Vivaldi. Tu música era frenética y me hacía girar sobre mí mismo a una velocidad de vértigo avanzando a través de un tubo de colores intensos que seguían sin dejarme acariciarlos. El violín se apagó y volvió la oscuridad.

Al principio no veía nada. No sé si este es el final, pero lo cierto es que he vuelto al principio.