viernes, 26 de febrero de 2016

los clavos

Hay pocas tardes de otoño con final feliz para las hojas más secas del parque. Mis pies sumaban más de mil noches tapizadas de ocre, cuarenta días al desvelo del suave mecer de los árboles carentes de piedad. Bailando con las hojas, quienes encontraban en su descenso a la grava un camino hacia la desintegración, terminé por precipitarme dentro de aquel cubículo de arena apenas espacioso y exento de luz.

Sin saber cómo, juraría que fui yo mismo quien construyó un fuerte de madera sobre él, a modo de ataúd en funciones, clavándome en la tierra desde fuera, haciendo imposible la huida e impidiendo la entrada de la lluvia, los besos y el aroma a árbol seco. Mis manos acabaron el proceso absolutamente destrozadas, agrietadas por el paso del tiempo y las astillas entre los dedos. Las noches, pese a todo, no dejaron de ser frías, ya que la madera recogía el hielo y lo disparaba hacia mí con una violencia inusitada.

Pasé siglos y lunas de más cobijado bajo la madera renqueante, sujeta por cuatro clavos de gran espesor que se introducían en la tierra con el ansia triste del óxido empapado. Las hojas, supongo, siguieron revoloteando un tiempo sobre mi tumba artificiosa, las mismas hojas con las que otrora habían deleitado sus amaneceres mis mejillas, las mismas que habían recorrido mi cintura en ambas direcciones y acariciado mis labios jugando con el tiempo.

Sólo cuatro clavos me salvaron de la inestable tempestad de mi vida pasada, escondiéndome bajo pequeños brotes de enredadera que fueron rodeando mi cuerpo lenta pero firmemente. Llegado el momento, la luz desapareció y el sonido de las hojas chocando contra la madera en mi búsqueda se disipó. El verde cubrió mis ojos y atascó mi pecho, sumiéndome en un estado de volatilidad que habría resultado sorprendente de no encontrarme dentro de una caja de madera.

Sin ser yo apenas, sin sentir el pálpito de mis pulgares en busca de tu pelo ni de la corteza fría de los árboles, fui olvidándome del terciopelo entre los ríos y las montañas. Mi mente eliminó por completo tu mirada de ave herido, asumiéndola como parte de los clavos que continuaban sepultándome en un pretendido acto de salvación que no tardó en traducirse en condena con visos de perpetuidad. 

Cuando los clavos se derritieron, víctimas de la luz, la firme planta que amenazaba con provocar mi asfixia salió despedida con el miedo dibujado en su mirada, como si el brillante resplandor la horripilase, acostumbrada a la oscuridad de la madera húmeda y al calor de mi cuerpo casi inerte. Abrir los ojos fue difícil tras la muerte y la resurrección de mi consciencia. El primer contacto de mis pupilas con la realidad encontró volando en círculos formados por el viento a los cuatro clavos, desfigurándose como, otoños atrás, lo habían hecho las hojas secas. El aire se hizo óxido y, pese a la madera derruida sobre mi pecho, volví a respirar.

martes, 23 de febrero de 2016

despedidas

Cuando me desperté no recordaba nada. Mi cara estaba pegada al suelo de azulejo y mi boca totalmente seca, ansiosa por bañarse en recuerdos. Mis piernas, todavía entumecidas, tardaron unos minutos en responder a mis súplicas, pero terminaron por despegarse de aquel frío soporte y alzarse en sinónimo de protesta. Estaba encerrado en un pequeño habitáculo de paredes grises y frente a una puerta llena de garabatos que no había visto nunca antes en mi vida.

Sabiendo a la perfección que en aquel momento no tenía ni idea de lo que tenía que hacer, la abrí y descubrí ante mí un largo pasillo con una decoración austera y desangelada que me transmitía la sensación de encontrarme en un lugar abandonado y ajeno a toda señal de vida humana. Sin pensarlo - quizá había olvidado también cómo hacerlo - comencé a correr a través de él, llegando a unas escaleras de caracol hechas de madera sin barnizar que chirriaban desesperadas a mi paso. 

Tras atravesar las escaleras y un enorme hall de época, mis piernas, ya recuperadas, lograron llevarme al exterior de un edificio que se alzaba ante mí con gesto titánico, cerca de gritarme lo estúpido e insignificante que era. Sus paredes exteriores eran de piedra ennegrecida, y en su torre principal se exhibía un enorme reloj de metal que señalaba todas y ninguna hora al mismo tiempo.

Ignorando los alaridos de mármol que llegaban a mis espaldas, mis piernas decidieron volver a emprender su carrera a través del césped, a través de los parques, también a través de calles y calles vacías de recuerdos y de oxígeno. Todos los edificios que me rodeaban eran exactamente iguales excepto aquella enorme construcción que me había escupido minutos antes. Ninguno de ellos superaba los dos pisos y todos estaban coloreados de un gris insoportable, un tono apagado que, de no ser por mis incansables piernas, habría acabado con mi ánimo de huida.

Llegado a un cruce de caminos, me encontré con la difícil tarea de asumir mi absoluta perdición. Sin embargo, mis animosas extremidades inferiores diferían por completo con mi pesimista visión de la realidad. Ignorándome igual que lo habían hecho con el enorme edificio de mármol y pasillos degradados, mis piernas siguieron deslizándose entre los bares derruidos y los hospitales sin memoria. 

Cuando empezaba a entender que quizá ellas supiesen algo más de mi destino que yo, decidieron detenerse. Para aquel entonces había decidido cerrar los ojos y disfrutar de la brisa que la velocidad de mi carrera me regalaba, y cuando, al detenerse ésta, decidí abrirlos, observé frente a mí una enorme explanada de colores infinitamente variados y vivos, como si una explosión de vida estuviese teniendo lugar delante de ellos.

Exactamente en medio de toda esa vorágine de sensaciones se formaba una especie de remolino de viento suave que giraba, de forma lenta pero constante, sobre sí mismo, guardándote en su interior. Tú, ataviada con un vestido blanco de flores verdes, te movías de lado a lado con los ojos cerrados, sabiéndome espectador pero guardando las distancias. Pedí y rogué a mis piernas que corriesen. Que volasen unos metros más. Entre mis súplicas y tu baile terminé por comprender que la decisión ya estaba tomada. Mis piernas habían llegado hasta donde habían podido y su misión había terminado.

Tú también lo sabías. Se podía ver en tu sonrisa, esbozada únicamente hacia el lado derecho de tu cara, arrugando ligeramente la piel lisa de tu mejilla. Mis piernas cedieron en aquel instante y me derrumbé sobre mis rodillas, difícilmente consciente de aquello que ocurría ante mí. Como si fuese una consecuencia directa del beso entre mis rodillas y el suelo, el remolino comenzó lentamente a desvanecerse, llevándote con él.

Todavía te dio tiempo, sin embargo, a abrir los ojos y dedicarme una última mirada verde de almohada, un regalo perenne que aderezase la más poética de las despedidas. Sin tiempo a que desaparecieses por completo, me desplomé inconsciente sobre la hierba. Cuando desperté, con la cara pegada al suelo, ya no estabas allí.

martes, 16 de febrero de 2016

espirales

A mis pies siempre le gustaron deambular por la ciudad de noche, al cobijo de las farolas de luz anaranjada y parpadeante. Para ellos era como un desfile por carreteras de neón sin la necesidad de fijarse ningún tipo de destino. De todos sus escarceos por la soledad de la piedra mojada y sin reflejos os relataré con detalle el del día en el que el viento se hizo seda y las escaleras un torbellino inapelable de emociones.

Entre todos los caminos seguidos, entre los parques y los andenes, se encontraba una pequeña plaza rematada con unos enormes escalones que parecían subir al siguiente piso de la realidad y adornada por la guitarra irreverente de cualquier persona vagabunda de sueños y compañía. La plaza estaba rodeada en su totalidad por inmensos edificios de piedra que la convertían en una suerte de oasis entre las almenas. A lo largo de una de sus cuatro paredes se extendía al completo una especie de banco de piedra sobre el cual solía reposar, con la cabeza vacía de esperanza y algo de Ella Fitzgerald en los oídos. 

Ante mí se desplegaba un fenómeno maravilloso bajo el manto de estrellas escondidas tras la mundana humareda, algo así como una sucesión constante de círculos de piedra que acababan por confundirse entre sí en el pretendido ascenso hacia una plataforma definitiva sobre la que solían posarse pájaros de todo tipo, algunos de ellos de paso y pocos para quedarse. 

Con la noche cernida sobre la piedra y habiéndose disipado las nubes, fue una noche la que transformó el voleteo de las aves de paso en la danza de un ser extraordinario. Terminaba Summertime y comenzaba a llover sobre las farolas cuando comenzó la metamorfosis, momento en el que mi mirada, carente de música, se alzó a través del agua para comprobar como aquel pequeño animal se convertía en una mujer apenas vestida con una blusa blanca y una falda que casi cubría sus pies coloreada con flores verdes, rojas, grises y de otros tonos que no conseguí reconocer. 

Fitzgerald cambió de tercio y entonó Dream a little dream of me, mientras mis pies ejercían su pasión por el paseo gratuito sobre la piedra. Aupándome sobre la varanda de metal, logré sostenerme sobre el primero de todos aquellos círculos concéntricos que guiaban de modo laberíntico mi camino hacia aquel ser inesperado, aquella maga que movía su cuerpo como si fuese una serpiente mientras su falda giraba alrededor de ella, atizada por el viento que empezaba a derribar las almenas como si fuesen de papel.

Apenas superaba un círculo de piedra, el anterior acababa por desprenderse y precipitarse, y mis manos entumecidas retenían la sangre que, de no ser por el frío que me rodeaba, comenzaría a brotar de inmediato de los numerosos cortes que me producía el enorme esfuerzo de agarrarme a la piedra restante. Ella, sin embargo, seguía moviéndose como si todo aquello no le afectase, ajena y armoniosa, llegando incluso a descubrirse un destello de luz sobre su rostro.

Aguanté el tirón de los círculos concéntricos y llegué finalmente al pie de su plataforma, que había comenzado a girar sobre sí misma como si fuese ajena a todo aquel océano de piedra derruida bajo mis pies. Al intentar subirme a ella, los últimos restos de la última almena se desprendieron y con ellos me desvanecí, arrancando por casualidad una flor de su falda en movimiento. Flor en mano caí de espaldas, observando las rocas de mi alrededor y viendo como ella, firme sobre su plataforma, levitaba en su baile hacia la lejanía.

El pájaro voló y aquel día la piedra estuvo más seca que nunca.

sábado, 6 de febrero de 2016

¡madison!

Cuando entré en el parque no había luz. No era de noche, pero el cielo estaba cubierto por un gris color granito, digno de la pesadez mineral del material de la soledad. La hierba y los colores eran escasos y los árboles sostenían sobre sus maltrechas ramas el peso de un otoño duro y el recuerdo de un pasado mejor. Mis primeros pasos fueron ingrávidos, como los de aquel que camina hacia ninguna parte, aquel que se alza sobre el suelo y brama al horizonte que quizá su destino se haya escrito a sus espaldas.

Avanzar por el frío parque no era fácil. Cuando el viento soplaba, levantando el polvo del suelo bañado en mármol, significaba que las nubes habían emprendido su marcha hacia mi pelo, con su tradicional rumbo irrevocable. Las primeras lluvias fueron duras, quizá por mi desnudez, quizá por lo resbaladizo del mármol empapado. Para cuando había aprendido, inmerso en mi vehemente obcecación, a deslizarme sobre el panel de agua que se extendía bajo mis pies descalzos, la puta lluvia dejó de caer.

La resaca de las nubes no fue fácil. Tras su partida, las mañanas fueron especialmente gélidas por su penetrante y seca velocidad de avance. Los bailes se reducían, al sentir mis piernas una especie extraña de nostalgia por el agua descendiendo por su vello, cada vez más escaso y comprometido con la causa. Los árboles eran casi blancos por completo cuando el parque comenzó a ver el sol reflejado en mis pupilas.

La primera flor parecía triste. Solía gustarme colocarla entre mis dedos índice y corazón y susurrarle que no tuviese miedo pues, al fin y al cabo, lo más probable era que el mármol pronto le regalase nuevas compañeras de viaje. No podía ser de otro modo, ya que el invierno había sido húmedo y la luz del cielo comenzaba a hacer su función pétalo a pétalo.

A medida que las pecas crecían, el parque se coloreaba como un cuadro de Pollock, lleno de estampados arbitrarios y de sueños por cumplir. Mi piel desnuda, desnutrida por un invierno hostil, comenzaba a cambiar de color como un semáforo enfurecido, permitiéndome gritar ¡madison! al unísono con las valerosas hijas del mármol. La brisa de aquella primavera era un poema de Whitman, un solo de Miles Davis, un saludo de Audrey Hepburn por la mañana.

El calor llegó con la consolidación del verde, a medida que el mármol se desvanecía y los árboles se incorporaban a la danza atizados por su instinto bailarín. Los pájaros formaban un tornado de armonía y me gritaban ¡madison! mientras yo chasqueaba los dedos, con la espalda agachada y los ojos cerrados. La luz, para aquel entonces, había dejado de ser una cuestión puramente visual. Podía sentirla, al igual que podía sentir el madison bajo mis pies.

Cuando las hojas volvieron a desprenderse de los árboles y a desvanecerse dejando de nuevo paso al mármol, cuando los pájaros se alzaron hacia el cielo siendo pronto sustituidos por mis sueños de algodón, nadie se atrevió a decir que había llegado el puto otoño. No hay lugar para el frío en el corazón que guarda el recuerdo de un baile en el parque. No hay lugar para el invierno en el alma que vive en primavera.