jueves, 30 de marzo de 2017

la línea

Hace días que he vuelto a caminar por la línea. Ella y yo solemos encontrarnos a menudo y dentro de esta relación en alternancia que hemos establecido, en la cual nos encontramos cómodos, siempre sin sobrepasarnos el uno al otro. Cuando estamos lejos, en esos periodos que acaban siendo páramos desiertos con horizontes derretidos por el sol, acabo por echarla de menos de un modo poco integrador, como echas de menos a todo aquello que te destroza, que te agarra y no te suelta y te obliga a quedarte.

De todos modos, lo peor siempre vuelve cuando regreso a caminar junto a ella, por ella, sobre ella, a través de ella. La línea no concede segundas oportunidades, te avisa rápido de que un paseo por sus dominios te puede costar caro, de que todo lo que te regala supone un riesgo que debes estar dispuesto a correr. Así que, pese a las advertencias, me he acostumbrado a asomarme con más frecuencia de la recomendada a todos sus abismos, a los conocidos y a los que todavía me quedan por conocer.

No sé con certeza qué hay más allá de la línea, pero lo que sí conozco es todo aquello que se sitúa a este lado de la misma. Todo esto ya lo he visto y todo esto me aburre en ocasiones. Por eso vuelvo a veces a ella, aunque sé que no me conviene; necesito encontrármela alguna que otra vez para volver a sentirme vivo o cerca de la muerte, para recordar la importancia de las cosas que se sitúan en el lado elevado de la pendiente, desde el cual solo se puede caer. 

Últimamente mis paseos se han vuelto cada vez más largos. Cada ocasión en la que me encuentro a punto de sobrepasar la línea, sin embargo, acabo retrocediendo y lanzándome a mí mismo hacia mis hogares, los sitios de los que escapo para encontrarme conmigo. Pero mi paseo actual está volviéndose cada vez más y más peligroso. Hace un tiempo que no vuelvo a casa y que me he quedado sentado al borde de la línea, con la cabeza asomada a un círculo elíptico del que resulta imposible ver el final.

Así que he adquirido un miedo irracional a la línea, pero ella no ha hecho lo mismo respecto a mí. Más bien ha hecho todo lo contrario, acercándose cada vez más, intentando lanzarme, intentando agarrarme con las dos manos fuerte, rodeándome el pecho y no dejándome respirar. Y pienso que pronto, algún día en que mis dedos ya no sean lo suficientemente valientes, acabaré dejándome vencer y caeré, caeré en espirales de no saber quién soy.

sábado, 18 de marzo de 2017

papá

Había pensado en escribir algo describiéndote, ya sabes, hablando un poco sobre esos temas recurrentes de todas las comidas familiares, sobre la calma que nos proporciona tu carácter afable o lo cercano que siempre eres aunque tengas tus propias formas de comunicarte. De todos modos, la verdad es que me he encontrado conmigo mismo en proceso de repetición, porque creo que estas cosas ya te las he dicho alguna vez y realmente ya las sabes, así que creo que lo mejor que puedo contarte es algo que te haga sentir bien, porque últimamente las cosas no nos permiten hacerlo demasiado a menudo, y a ti en concreto menos que a nadie. Y la verdad es que no te mereces que ni siquiera las circunstancias de la vida, que siempre son incontrolables, te arranquen ese derecho.

Así que te voy a hablar sobre una imagen recurrente de mi infancia: tú esperándome en el patio del colegio a la hora de la salida, con los brazos cruzados y las gafas de sol puestas, como una especie de Men in black mal conjuntado. Si me dijesen que llevabas un pinganillo y estabas comunicándote con la secreta para informar sobre posibles trapicheos me lo habría creído, supongo, aunque la verdad es que yo me creía casi cualquier cosa que se me dijese.

Siempre me has parecido una persona parecida a lo que veía al salir del colegio: muy seguro, muy firme, muy estable, muy difícil de perturbar. Lo cierto es que estos últimos años te has venido un poco abajo. Supongo que es normal: sujetar los altibajos emocionales de una familia durante casi dos décadas no debe ser nada fácil. En medio de toda esta serie de cosas que nos están pasando y que, sobre todo, te están pasando a ti, querría que supieses que todos estamos dispuestos a ser sargentos con gafas de sol y brazos cruzados para ayudarte y hacerte sentir seguro.

Soy consciente de que para ti no es nada fácil admitir tu debilidad o exponerte a la sensibilidad de expresar las cosas del modo en que las sientes, pero quiero que sepas que no pasa nada, no tienes por qué hacerlo. Todos sabemos el miedo que da que los demás nos vean como a alguien débil, como a alguien a punto de desmoronarse, pero ese es otro de los derechos que nadie nos puede quitar. Y nosotros vamos a estar contigo seas la persona segura, firme y estable de mi infancia o la persona que sufre, porque al fin y al cabo seguirás siendo tú pese a las circunstancias, y nosotros te queremos a ti más allá de ellas. 

Vamos a agarrarnos al mástil porque vienen todas las mareas juntas: es una época para plantarle cara a la vida y decirle que estamos aquí y que estamos juntos, y que mientras eso siga así nos puede lanzar lo que quiera, que no nos vamos a quebrar. Esto es lo que tú me has dado: algo por lo que luchar, algo grande y algo que llena el corazón, toda una familia que es como una coraza frente a la tempestad. Hoy es el día del padre pero tú eres mi padre todos los días, con todo lo que eso conlleva, ya sea en Calabuig o en la playa jugando un fútbol-tenis. Yo, de vivir, me quedo con cosas como haber crecido contigo. Ojalá pueda salvaguardar a mis hijos del mundo 22 años, como has hecho tú conmigo.

domingo, 5 de marzo de 2017

casi siempre

Casi siempre consigo no pensar en nada. La mayor parte del tiempo no me acuerdo de ti. Tu cara ha empezado a convertirse en una especie de nube en mi memoria, y de tu voz apenas tengo ya ningún recuerdo. Casi siempre te rodeo cuando te veo venir, porque de algún modo has logrado enroscarte a mi memoria de un modo pegajoso, de una manera que me envuelve casi sin llegar siquiera a acordarme de cómo éramos cuando existíamos. Y eso me revienta, me revienta muchísimo.
 
Eso ocurre la mayor parte del tiempo. El resto de los días y las horas estoy todavía sentado encima de tu cama mirando al techo, o a la pared, o a la luz que entra por la ventana que tiene enfrente y que da a un patio de luces muy gris, un lugar al que nunca querría llegar a ir pero no porque me diese miedo, sino porque mataría por quedarme siempre aquí, contigo, donde las cosas siempre son nuevas y parecemos no temerle a nada.
 
El resto del tiempo te estoy esperando y escucho tus pasos a lo lejos, viniendo hacia mí despacio, a tu ritmo, y te veo apoyada en la puerta con una falda gris y una camiseta blanca, mirándome de frente con los ojos encendidos. De todas las cosas que he querido en esta vida, te juro que no ha habido nada que haya querido más que tenerte conmigo. Probablemente sepa de sobra que todo esto es mentira, y que no existe, y que tener tanto miedo a hacer cualquier cosa o a mover un solo dedo ahí fuera solamente por ti, que no estás ni pretendes estarlo, no tiene el menor de los sentidos.
 
Pero no puedo hacer nada con ese tiempo que sobra, ese tiempo en el que no consigo no recordar, en el que vuelves y te das la vuelta y me dices que te siga, porque, de lo contrario, ¿a dónde iba a ir yo? A ninguna parte. Contigo he gastado todas las metáforas sobre celdas y sobre el recuerdo y sobre el dolor, y después de haberme cansado a mí mismo tantas veces por no lograr arrancarte de mi vida de una vez por todas, sigo aquí.
 
He llegado a un momento en el que ya son tantas las cosas que me duelen, y tanto lo que creo injusto, que ya no sé ni qué hacer. Aunque lo cierto es que aunque lo supiese probablemente no lo haría, porque al fin y al cabo soy así de gilipollas. Te estoy reservando el puto sitio y las cosas no dejan de cambiar a mi alrededor, y el asiento está lleno de polvo y desgastado porque yo tampoco sé dejárselo a quien se lo merece.
 
Querría decirte tantas cosas que lo único que se me ocurriría al verte sería salir corriendo y subirme a un árbol y luego tirarme de él. A estas alturas el tiempo juega tanto en mi contra en todos los sentidos que simplemente siento que cada día pasa para todo el mundo excepto para mí, que sigo atascado, que no logro despojarme de mí mismo, que no tengo fuerzas o que simplemente no quiero abandonar este rincón desolado que es el no lograr despegarte de mí, porque estás conmigo siempre, aunque no lo quieras, deberías saberlo. Siempre estás.
 
Y la verdad es que me da igual escuchar cosas sobre lo ofuscado que estoy, y sobre la necesidad que tengo de asumir que las cosas en la vida pasan por una razón, o que quizá no, pero el asunto es que pasan y hay que joderse vivo. Me da igual toda esa gente que no entiende lo que me pasa. Porque esa, joder, debe ser la única cosa de este mundo podrido que entiendo realmente. Me entiendo a mí mismo durante ese tiempo, durante el tiempo que sigo sentado en tu cama esperándote mientras vienes por el pasillo dando pasos cortos. El resto del tiempo no entiendo nada.